Este viernes se ha dado lugar en la Universidad de Sevilla un aclamado hecho: los exámenes de idiomas Erasmus. Como posesos, miles de alumnos enloquecidos corrían de una punta a otra de la avenida Reina Mercedes buscando la facultad en la que, según su apellido, les correspondía realizar el examen. Italiano, francés, alemán, inglés... No importaba el idioma, cualquiera de los alumnos que quisieran presentarse podían hacerlo sin importar su conocimiento lingüístico. Las preguntas a modo tipo test permitían la posibilidad de ganar puntos a base de... suerte. Y por tanto las aulas se abarrotaban de chavales que ponían cara de póquer cuando escuchaban hablar al profesor en alemán. Todo por culpa de esa inmensa mancha enfermiza que se extiende desde el primer día universitario, aquella mancha que conforme avanzan lo años te oprime y pregunta que por qué no irse de erasmus, por qué no huir de España por un año, por qué no divertirse y pasar un año de ensueño, conociendo a gente nueva y viviendo experiencias que nunca habrías imaginado. Esa enfermedad te empuja a desempolvar los libros de inglés que tenías guardados en el garaje, o a calibrar tus calificaciones de la carrera con esmero (ya que una décima más o menos puede llevarte o no al destino querido), o a obligarte a hacer un test en un idioma que no conoces. Todo ello confluye por primera vez ese día, donde te sientas junto a personas que poseen tu mismo apellido, fruto de la organización alfabética de la universidad. Allí se construye un colador que va a decidir en gran parte si eres merecedor de cambiar tu vida por un año...
Tengo que decir que fue un día agotador y que no sé aún si tendrá su recompensa. El tiempo dirá.
Tschüss!
Bye!
Ciao!
Au revoir!