sábado, 6 de agosto de 2011

La Milagrosa

Después de mucho tiempo sin escribir aquí (y en ningún otro sitio en general), algo nuevo. Es solo un boceto, de algo que podría tener continuación...

Isla de La Milagrosa. Mar Caribe

La suave brisa marina iba de un lado a otro, ahora soplaba en una dirección, para después encontrarse con un pequeño obstáculo que la hacía retroceder y formar agradables círculos de viento que movían la hojarasca. No hacía calor, pues el sol, aunque alto, aún no llegaba a su punto más álgido. Hacía un buen tiempo y a pesar de ello, nadie se encontraba fuera de sus casas.

Un joven de diecisiete años, Jonathan Kleb, recibió la orden de subir al punto más alto. Primero, aseguró que sus botas estaban bien abrochadas y colocó dos cilindros de madera en su cinturón. Atravesó el patio de las celdas a paso ligero, sin fijarse demasiado en las caras que le observaban desde los ventanucos. En el centro del patio había un enorme y viejo árbol. Era un ejemplar único, del que nadie conocía su antigüedad, aunque se hablaba de más de mil años. El joven miró de soslayo el árbol, invadiéndole la misma preocupación que a los demás habitantes del pueblo; y esto era que, aquel año, el viejo árbol había comenzado a perder las hojas antes de tiempo, quedando muy poco para que éste se quedara totalmente pelado.

El joven Jonathan Kleb entró por una portezuela que le condujo a una estrecha escalera de caracol por la que apenas disminuyó el paso y subió por ella durante más de cinco minutos. Al salir al exterior le sorprendió la luminosidad existente y tuvo que taparse con la mano. Desde allí podía verse el patio de las celdas a un lado, con su viejo árbol casi desnudo; y un poco más allá la capilla, el hospital militar y la sala del almirantazgo. Tras eso estaba la muralla, que encerraba con su perímetro la fortaleza: Ahí es donde Jonathan se encontraba. Detrás de ésta, dejando un foso de separación, había una segunda muralla, cuyos muros formaban ángulos agudos que le otorgaban un aspecto fiero y muy robusto. El joven Jonathan recorrió el perímetro de la muralla hasta llegar a un puente que comunicaba una muralla con otra. Lo cruzó y se dispuso, con paso firme, a alcanzar el viejo torreón. A cada paso que daba se incrementaba su temor a lo desconocido y, por otro lado, también lo hacía la euforia por el cumplimiento del deber. Un deber no heredado, sino que le había caído en gracia por casualidad, por haberse encontrado de guardia aquella misma mañana. Llegó a la torre y subió por una escalera de caracol de madera, vieja, roída por la humedad y el tiempo, y que sin embargo continuaba aguantando los años sin necesidad de reforzarla.

Jonathan alcanzó por fin el tope, el lugar más alto de La Milagrosa construido por el hombre. El lugar también que se alejaba más de la tierra y se adentraba en el mar. Sintió vértigo, una sensación que no solía tener, pues estaba acostumbrado a subirse a los mástiles más altos. Vislumbró momentáneamente la enorme distancia que le separaba del agua del mar, las rocas que triturarían a quien se atreviera a dar el salto y la fuerza con la que las olas batían la piedra de la muralla. Volvió a la realidad, a su deber, y se maldijo por haberse distraído de manera tan tonta. Se volvió para lo que realmente había ido: En una esquina, la más picuda y sobresaliente del torreón, había una veleta. Era una vieja veleta de hierro que llevaba allí puesta desde antes de nacer su abuelo, lo cual era mucho tiempo. Pero en estos momentos la veleta no señalaba a ningún sitio, se movía en círculos, siguiendo el vaivén del viento. El joven Jonathan Kleb no quitaban un ojo de encima de aquel artilugio; había algo en ella que lo hipnotizaba, que impedía que apartase la mirada e incluso le impedía pestañear. Apuntaba viento norte unos dos segundos y volvía a apuntar sur otros dos; de repente cambiaba y venía de levante, es decir, del lado opuesto al mar, y regresaba a norte otra vez. Hasta que suavemente, casi sin previo aviso, se detuvo por completo. Nada, ni siquiera por el hecho de estar a tal considerable altura, podía sentir en el rostro, ni la más leve caricia de aire. Comenzó a notar la picazón del sol en su nuca y las gotas de sudor le recorrían la espalda.

Seguía con los ojos fijos en la veleta, abiertos como platos y con lágrimas a punto de salirse. Sin cambiar la posición se llevó las manos al cinturón y sacó los dos cilindros que había guardado minutos antes. Eran los dos exactamente iguales, algo más de un palmo de longitud y una pulgada de diámetro. Los agarró, cada uno con una mano y adoptó la postura del ritual. Podría haber permanecido así todo el día, con el pie izquierdo ligeramente adelantado, las rodillas flexionadas, los brazos separados del cuerpo y en posición; esperando a pesar de la quemazón del sol, del silencio incómodo, de la ausencia de viento en su cara, del cegador brillo del mar.

Y por fin, la veleta giró abruptamente apuntándole, el viento le azotó en la cara, los muros de la muralla temblaron, las vigas crujieron, las puertas de la fortaleza se abrieron con un gran estruendo golpeando las paredes, y finalmente, mientras cada habitante de La Milagrosa era consciente y sentía que el viento había cambiado, las últimas hojas que quedaban del viejo árbol cayeron al suelo, arrancadas con odio por el diablo del mar. Jonathan Kleb titubeó un segundo, como si dudara de que aún no fuera el momento. Después golpeó los cilindros, una, dos, tres, insistentemente. Y mientras cumplía su misión, abajo, junto al árbol viejo, se preparaban para la lucha.

Bye!