Esto es una cosa que me está dando ahora por escribir, no sé por qué, ya que es bastante melancólica; pero ahí van las primeras palabras.
Año 2057
Mis ojos se abren de pronto. Miro a alrededor y me encuentro encerrado entre las mismas paredes que me han acompañado estos últimos veintitrés años. La espalda me duele al incorporarme de la cama. Pongo un pie en el suelo y tanteo hasta encontrar una zapatilla; luego hago lo mismo con el otro pie. Un súbito dolor de cabeza me hace rechinar los dientes y me provoca un gesto que arruga mi rostro aún más. En la mesilla de noche está la causa: Una botella de Vodka casi vacía. Me incorporo con cuidado para evitar marearme y perder así el equilibrio. Mientras me dirijo al cuarto de baño, diviso por el rabillo del ojo algo que no estaba allí el día anterior. Se trata de un paquete pequeño envuelto en papel marrón. El dolor de cabeza se hace más agudo y mi cuerpo comienza a sentir náuseas. Pero aquel pequeño paquete parece llamarme con tal fuerza que hace que me importe bien poco todo lo demás. Me acerco a él y lo miro con desconfianza.
Enseguida pienso que el paquete habrá pasado anteriormente por multitud de controles, por lo que no hay peligro que temer. Mis uñas se clavan en el envoltorio y lo rasgo de arriba abajo. Tras quitarlo me encuentro con una cajita alargada y estrecha por un lado. Tiene un color rosado y se adorna de pequeños dibujos con rosas rojas y hojas. Los rótulos que hay en ella indican que debían llevar, o lleva, un perfume en su interior. Al abrir la tapadera, una hermosa fragancia alcanza mi nariz y mi mente recoge un viejo recuerdo perdido en el tiempo. Mis ojos se cierran, alzo la cabeza y respiro profundamente de aquel aroma, intentando así retener ese recuerdo lo máximo posible.
Por un momento parezco estar en un sueño, la resaca se ha ido, así como los dolores de espalda, incluso mi piel parece más tersa que nunca. Las paredes de la habitación se han plegado, el techo se ha vuelto invisible dejando ver el cielo perfectamente azul. Mi cara recibe el agradable tacto de los rayos de sol y bajo mis pies se extiende una pradera verde cubierta de hojas verdes y flores rojas. De ellas emana un perfume tan dulce como embriagador. Dos mujeres recogen las rosas y las meten en las flores. No están demasiado lejos, pero aún así no puedo ver sus rostros con nitidez; una de ellas parece una muchacha. Las llamó pero ellas no parecen oír mi voz. Las vuelvo a llamar, pero el sueño se vuelve cada vez más borroso, las flores marchitan rápidamente, el césped se seca y el cielo se pone gris. Las paredes vuelven a materializarse, recordándome que aún sigo en mi prisión. Por fin abro los ojos y vuelvo a la realidad. Miro el interior de la caja y no puedo evitar soltar una lágrima. Es un antiguo reloj de pulsera. Lo reconozco al instante. Es un Patek Philippe.
Voy al baño y me miro en el espejo. Lo que refleja es la imagen de un viejo de sesenta y nueve años con arrugas de amargura. La vejez no le ha ido acompañada de felicidad, pienso, su piel flácida poco ha conocido la risa en sus últimos años. Soy incapaz de reconocerme en aquel viejo, nunca consigo asociarlo a mis recuerdos. De hecho, apenas tengo recuerdos de estos últimos veinte años. Mi vida se ha reducido exclusivamente a cuatro paredes y poco más, separándose radicalmente de la anterior vida. El hombre que existió en una ocasión está a punto de dejar de hacerlo. Únicamente quedan algunos trazos en mi mente y, por supuesto, en aquel reloj. Un modelo antiguo, marca Patek Philippe.