Un rayo de luna consigue alcanzar el suelo a través de las hojas de los árboles. Sólo en ese pedacito iluminado de tierra, teñido de un color blanco azulado, se puede percibir unas tímidas pisadas. En la oscuridad ya se encuentra el animal que acababa de pasar. Es como un perrillo, pero con rayas oscuras sobre el lomo y una larga cola. Anda cabizbajo, sin rumbo y solitario; no parece importarle los peligros del bosque, como tampoco le importa ser observado por un dingo hambriento, dispuesto a aprovechar su desorientación para atraparlo. En un movimiento rápido, el dingo sale de su escondite y enseña sus colmillos al perrillo, a la vez que se coloca en posición de ataque. Pero antes de hacerlo, el perrillo comienza a abrir sus fauces más y más hasta que sus mandíbulas parecen haberse dislocado. El terror de esta inesperada imagen, impulsa al dingo a retirarse, caminando hacia atrás sin atreverse a quitarle el ojo a aquella pesadilla, mientras que va dejando un rastro de orina, un signo de miedo. Cuando el dingo ha desaparecido, el animal vuelve a colocar las fauces en su posición original. Pero ahora se pone a gemir, emitiendo un sonido que llega a hacerlo incluso más terrorífico que antes. Es un cántico, una triste melodía que erizaría los pelos a cualquier animal. Tristeza por algo terrible: su madre ha muerto.
Hoy ha sido el día de la Tierra